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La «película coreana del año» está producida ni más ni menos que por Brad Pitt, tiene lugar en Estados Unidos y está rodada a tiralíneas, como con cierto insincero dramatismo dosificado donde debe. Por ello, la sensación de estar ante un artefacto creado a rebufo de la sensacional Parásitos es constante. En cualquier caso, el resultado no decepciona y pronto uno se encariña con sus protagonistas. La película posee esa sensibilidad tan coreana como inimitable que, siempre desde el respeto y la sutileza visual, sabe llegar a la emoción como ninguna otra cinematografía hace. Entrañable, aunque, me temo, no perdurable.

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