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Con su ritmo moroso, su fotografía en cuatro tercios y bordes redondeados (aquí prima más el homenaje a los pioneros que la magnanimidad de los paisajes islandeses) y su banda sonora discordante, Godland cumple los cánones de ese cine que huye de grandes audiencias. La película, efectivamente, al principio se intuye difícil, pero lo que se abre ante nosotros es el abismo del alma humana, y aquí la película vuela. Es ese «choque de civilizaciones» que dio tanto de sí en siglos pasados lo que importa en este cuasi ensayo antropológico, un western que sube de latitud y consigue sacudirnos.

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