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Lo peor que puedo decir de la ópera prima de Estibaliz Urresola es que acaba resultando redundante y le cuesta mantener el ritmo en cuanto el espectador empieza a interiorizar su premisa. Sin embargo, aprecio que la realizadora haya huido del aleccionamiento de la agenda woke y, esta vez sí, haya sabido tratar con tanta delicadeza un tema tan complejo. Viéndola no paraba de preguntarme cómo de grueso habría sido el trazo en manos de un artesano de las plataformas. Así es como debe calar un mensaje, con más preguntas que conclusiones. 20.000 especies de abejas es una película necesaria.

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